Estampa
A la vuelta de mi particular rehabilitación me he encontrado con todo un queso de esos blanditos, lechosos y cremosos. Cosa harto curiosa, no llevaba perrito ni semejante, y no pude agasajarla con el chistecito acostumbrado. Aunque, francamente, qué mujer, en los tiempos que corren, toma lo del perrito como una de tentativa de halago, como un principio de conversación, como un síntoma de caballerosidad ciertamente solapado. A decir de un observador apasionado podríamos afirmar que se trataba de una mujer morena, como esa señora que pintó Julio Romero de Torres; pero, desconozco si al igual que la otra señora del pasodoble, cuando bese, lo hará de verdad o, simplemente, actuará como todas. Llevaba, que diría Joaquín Sabina, una falda muy corta para unas piernas tan largas. Se movía con gracia, con soltura, con alegría, sabedora del valor de todo el conjunto. Su pelo era tan largo que la gente la miraba con la extrañeza de quien en primavera sigue llevando bufanda. Y sus ojos eran tan negros, tan grandes y tan expresivos que, con solo abrirlos, parecía provocar a toda la fauna ibérica cabría. Sus caderas evocaban una guitarra en plena rumba, ávidas de cazadores, de aventureros, de insensatos que ignoran estar explorando la peligrosa jungla. Y su boca, pequeña pero bien dibujada, deleitaba como el interior de la cueva de los cuarenta ladrones. Mientras se alejaba, la contemplaba cual muchacho feliz de haber tocado pecho de muchacha permisiva. Y me dije, es normal, Javier, estamos en primavera.
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