Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

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Lugar: León, Spain

En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

26 abril 2010

El gimnasta impasible

Los termómetros, como los algodones, casi nunca engañan. Hoy por la tarde marcaban más de treinta grados en una zona en la que no daba el sol, pero tampoco la sombra. Estamos en primavera, terminando el mes de abril, y tengo la total seguridad de que en León, algún día de agosto, marcarán quince grados menos. Son las pequeñas cosas de la vida en las que uno se para a pensar cuando se pasa por debajo de ellas; siendo, pues, conveniente, rodearlas o pasar por encima, dado que a uno no le darían los días de sí entre tantos y tan elevados pensamientos. En cualquier caso, dar, da gusto pasear en esta época del año en que los capullos comienzan a abrir, y se observan por cualquier paraje, por recóndito, exótico o inexplorado que sea éste. Hasta el punto de llegar a la conclusión, dolorosa e inevitable, de que no hay más que capullos. Puedo asegurarles, por ejemplo, que hace un rato tuve a uno delante, frente a frente. Era orondo, de belleza distraída, le daba sombra una banqueta, algo desagradable, y poco o nada educado. Su aire desenfadado, tosco y desenvuelto, me hizo considerar, ya en un primer momento, que me encontraba ante un curioso y variopinto espécimen humano. Uno de esos que no se ha mirado al espejo en su vida, y en los que ninguna circunstancia externa me hace pensar que vaya a hacerlo próximamente. El sujeto, cosa extraordinaria, venía acompañado por una señorita todo delicadeza: rubia de bote, más esbelta que esmirriada, de movimientos ligeros pero distinguidos y alegre como un pajarillo alimentado. El tipo no parecía muy inteligente, aunque la vida enseña que no hay que fiarse de las apariencias, y que, probablemente, en cuanto a tontos, ya hace tiempo que se agotaron las existencias. La pareja, pues era tal el conjunto, traía consigo una cámara de fotos, como quien pasea a los hijos, a la abuela o a sus animales de compañía. Yo estaba estirando mi ya prácticamente recuperado peroné en unas máquinas plantadas en la orilla del río. Los aparatos en cuestión, son formidables. Después de cada sesión me dan ganas de correr, de saltar, de bailar como jovencillo arrabalero y adocenado; pero, sobre todo por precaución, me vuelvo a casa andando. Despacito. No vaya a ser. El caso es que la parejita, ya creciditos, por cierto, empezó una auténtica sesión de fotos. La chica hacía de modelo publicitaria, como sin darse importancia. Estaba buena, de acuerdo; pero no lo suficiente como para hacer el ganso sin causar sonrojo ajeno. Y el muchacho, en cuya camiseta se marcaban rigurosas y abundantes tapitas del bar, sacaba fotos a tan disparatadas posturitas. En un momento dado me miraron. Cuchichearon las estúpidas confidencias de rigor, que toda pareja se concede cuando creen que están enamorados, y se acercó el maromo. No me saludó, y de haberlo hecho, tengo que decir que habría estropeado el lustroso paisaje que de él me había formado. Se puso en el asiento de enfrente. Y comenzó el balanceo, tratando de impresionar a la señorita, de un modo brusco, arrogante y enérgico. Soltando un ¡cómo mola!, mayúsculo, que me provocó un sentido pésame intelectual por el muchachote y por lo desperdiciada que estaba la presunta dama. De todos modos, se cansó pronto. Y se levantó raudo, buscando con la mirada a su risueña golondrina, que miraba la escena admirada, entretenida, como sorprendida. Haciéndome recordar que el amor sin admiración es sólo amistad, que decía el poeta. Aunque, poco después, pude ver que se alejaban distraídos, con paso lento y solemne, sin tropiezos que provocasen posteriores contactos deliberados en forma de sujeciones accidentadas; y dándome a entender que al menos en uno de los dos, su sentido del tacto no sentía una excesiva curiosidad por las caricias del otro. En algunas ocasiones, como escribía ayer Fulgencio Fernández, pensar es llorar. Más vale no sacar conclusiones.