Detrás, no mucho más
No hay nada dentro de la pareja, ni nada puede existir en sus aproximaciones, si no hay un mínimo de atracción física. Se ha venido hablando hasta la saciedad, entre otras imprecisiones más o menos poéticas, que todo lo importante, relevante, o de auténtico peso en las relaciones de pareja lo conforma eso a lo que llamamos entendimiento. Y así, cuando encontramos esa persona que no sólo escucha y parece interesada en la irreflexiva perorata que le soltamos sino que, además, parece que disfruta verdaderamente con ella, creemos haber encontrado nuestro alma gemela, nuestra media naranja, esa persona especialísima y despojada irracionalmente de todo defecto que esperamos, a veces ansiosamente, llene nuestros días y horas de una felicidad plena, desinteresada, inamovible y presumiblemente eterna. No es menester en ese momento, por tanto, ni políticamente correcto, preguntarse por el motivo primigenio que lleva a nuestra razón y a la totalidad de nuestros sentidos a desplegarse en una dirección unívoca, probablemente errónea, y, sin duda, efímera. Y este motivo, claro, no es otro que la química corporal, la sugestión física, el irreprimible deseo. Es decir, no la química noble, pulcra y puramente intelectual, sino aquella que llevamos grabada en lo más profundo de nuestros genes desde la mismísima noche de los tiempos. Una atracción, en fin, cuya culminación supone la obtención de un placer físico meramente individual o compartido, e inmediato o dilatado en un espacio temporal que, desde luego, preferimos definido, claramente determinado.
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