Me lo tengo que mirar
Se había dado cuenta de que era precisamente ese, y no otro, el libro que me interesaba. Al entregarle el billete deduje que debía de estar muy justa de cambio, aunque también cabía la posibilidad de que sus braguitas hacía tiempo que le fuesen demasiado pequeñas, porque me miró con ese gesto chulo de nena mixta que me impidió, en tan corta distancia, fijar prolongadamente la vista en la exigua respiración que dejaban sus pantalones. Máxime, por cierto, cuando a quien suponía cierta cultura sólo exudaba vicio de catre esporádico. Una apariencia, obviamente, que rompía con esa gris armonía de vendedor a mostrador pegado, y que me devolvía, tan bruscamente, y sin previo permiso concedido, a ese limbo etéreo donde conviven mis prejuicios y se explican todos mis prefacios.
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