Ya hiede, yo la vi primero, hilarante ponderación desmesurada
Presupuestos: incesante chalaneo de zíngaros necesitados en zoco siempre desnortado. Los mejores postores, sólo truhanes circunstancialmente interesados. El que paga siempre ha exigido pero, este cliente, aún sin razones se ha aparecido. El oferente recibe en un trueque tan vital como indigno que, además de obsceno, debiera ser inaccesible. Y es que la pedigüeña periferia entona firmemente su llanto: para mamar, antes tienen que hacerla caso. En el lupanar de los españoles, no hay más que sinrazones: pues además de putas, tenemos que poner las camas.
En el mediodía límpido y fresco del domingo destaca su esbelta figura elegante, delicada, muy deseada. La veo sentarse con ademán despreocupado sobre un banco momentos antes solitario, triste, algo desconsolado. Cruza las piernas con ese aire inocente e ingenuo que usan las muchachas cuando de la noche y los hombres saben tan poco como de la vida que ya gastan. Al molestarle un poco su exuberante cabellera, una melena rubia, larga, lisa y recién acondicionada, primero la aparta como una dama, luego la sacude algo pizpireta, y finalmente se ata con denuedo un moño jovial, pragmático, muy poco estético. Sus tenues manos, dos piezas blancas y esmeriladas, sostienen un libro con la misma gracia y donosura con la que las señoronas de antaño sujetaban sus joyas heredadas, fino oropel cruelmente deslucido. Y pasa las páginas con ese temor reverencial de niño endeble y asustadizo asomándose sobre él cauta, reservada, tal vez esperando encontrar en sus hojas impresas la inspiración necesaria, un anhelo olvidado, o ese fruto prohibido de inmensa, agradecida dulzura, y tan deliciosamente privado.
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En el mediodía límpido y fresco del domingo destaca su esbelta figura elegante, delicada, muy deseada. La veo sentarse con ademán despreocupado sobre un banco momentos antes solitario, triste, algo desconsolado. Cruza las piernas con ese aire inocente e ingenuo que usan las muchachas cuando de la noche y los hombres saben tan poco como de la vida que ya gastan. Al molestarle un poco su exuberante cabellera, una melena rubia, larga, lisa y recién acondicionada, primero la aparta como una dama, luego la sacude algo pizpireta, y finalmente se ata con denuedo un moño jovial, pragmático, muy poco estético. Sus tenues manos, dos piezas blancas y esmeriladas, sostienen un libro con la misma gracia y donosura con la que las señoronas de antaño sujetaban sus joyas heredadas, fino oropel cruelmente deslucido. Y pasa las páginas con ese temor reverencial de niño endeble y asustadizo asomándose sobre él cauta, reservada, tal vez esperando encontrar en sus hojas impresas la inspiración necesaria, un anhelo olvidado, o ese fruto prohibido de inmensa, agradecida dulzura, y tan deliciosamente privado.
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