Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

Correspondencia: fjsgad@gmail.com
Mi foto
Nombre:
Lugar: León, Spain

En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

24 octubre 2010

Asueta vilescunt

Aquella noche nos sentamos en el viejo bar naif de muchachas fumadoras, adolescentes alimentados con gomina de tralla verbenera, y ancianos que buscaban un lugar en el mundo donde encontrar y disfrutar aquellos muslos que antaño les encalabrinaban y hogaño ya sólo añoran. La música del local hacía presagiar que el gusto por lo elegante y ocasionalmente adecuado no iba a servirnos de compañía durante la velada. Pero esto es y siempre ha sido un mal menor, claro. Sobre todo, desde que los poetas afirmaran que en la categoría del sitio y los recuerdos con él relacionados sólo vale la buena compañía. Por eso, tuvimos que hacer caso omiso de la adocenada concurrencia, y dejarnos llevar por ese exquisito placer del momento que aportan los buenos amigos, sentándonos a una mesa redonda de estilo extemporáneo y acabado inconcluso, y tan solo rodeados por el aroma de algo que no era precisamente incienso.

Al acomodarnos sobre aquellas sillas de diseño para culos raquíticos, se acercó una inveterada camarera con los párpados caídos y el busto mustio que nos recomendó una bebida de la casa de fabricación probablemente impropia. Casi todos la rechazaron cortés y educadamente, menos yo, que inquirí sobre el origen del invento más por tocar el apéndice nasal a la joven que por sacar buenas, o al menos razonables, conclusiones.

Al final, todos pedimos nuestra dosis habitual de cafeína, más un vaso ancho donde el hielo flotase en un fondo de ron añejo. El humo, que en otras ocasiones nos envolvía como una cortina de época de literatura impresa, se había hecho menos denso debido al descuido de unos y a la dejadez entusiasta de otros. Es la ineluctable inercia de los tiempos, tan políticamente correctos como socialmente insalubres. En cualquier caso, no estábamos ahí como decorado de cartón piedra, sino para ser partícipes directamente de la escena.

Comenzamos la charla, o simposio improvisado, recordando aquellos tiempos de tertulia pagana en las cafeterías del campus universitario, tan frecuentadas por asiduos pretendientes del castizo naipe y la ideología de barraca. Aquellos años en que la juventud nos hacía confundir no pocos términos y ensalzar la supuesta bonhomía de personajes ahora tan manifiestamente deleznables. Esa bisoñez rotunda, vehemente y apasionada, que se manifestaba completamente desnuda al exteriorizar nuestro endeble y todavía desestructurado lenguaje.

En esa deliciosa ocasión, y seguro que en muchas otras que vendrán, hablamos de ese placer mayúsculo, monumental, impagable que supone apreciar la música en directo. Una práctica que, en contra de lo que la buena lógica sugiere, es menos común de lo deseable y, si me apuran un poco, incluso de lo razonablemente aconsejado.

Llegamos casi todos a la evidente conclusión de que, así como quien no quiere la cosa, hemos retrocedido los suficientes pasos, en lo que al disfrute civilizado de la música se refiere, como para situarnos propiamente en la época de nuestros admirados padres. Pues vuelven los guateques, el tocadiscos de la abuela, la música de latón. Aquellas décadas en blanco y negro en que se descubrían las primeras piernas femeninas, con la llegada en masa de las provocativas minifaldas, y en las que se perdían, a veces obscenamente, las primeras vergüenzas de una muchachada asustadiza, colegial y tan poco experimentada.

Llevábamos unos largos años, y hablo en calidad de músico, en que la música en directo se había generalizado totalmente. Era lo normal. Las fiestas estaban amenizadas por músicos profesionales. Y así se podía disfrutar, si bien en algunos casos, de ese milagro, como lo llama don Fernando Trueba, que supone asistir al nacimiento de la melodía, disfrutar de ese engranaje armónico en que la conjunción de notas, acordes y dispares pasajes rítmicos que realizan distintos individuos se convierte en un lenguaje característico para nuestros acostumbrados oídos. Todo un manjar, en fin, y como se ha demostrado, para demasiados desagradecidos.

Hoy día, en la época que vivimos, y algunos sufrimos, lo que se lleva, lo que está verdaderamente de moda, es la música sin músicos. Bien sea en formato emepetrés u otros desafortunados sucedáneos. Todo un avance, como comprenderán, pero de cangrejos.

Tengo dicho a mis queridísimos compañeros, y a muchos de mis amigos, que cuando yo sea todo un abuelito, de esos pesados que están todo el día contando cuentos a sus nietos, probablemente los únicos seres que les escuchan, porque seguramente sean los únicos que les entienden, mi pequeña familia no se va a creer que cuando yo era un joven y gallardo mozo, además de buen muchacho, también era músico. ¿Y eso qué es? Me preguntarán con esa ingenuidad e inocencia que inexorablemente perderán con el pasar de la vida. Y yo, qué quieren que les diga, no sé si sabré responderles de un modo adecuado.

Probablemente defenderé que se trataba, ya en mi época, de un oficio en vías de extinción, en algunos sitios mal visto, y en otros peor remunerado, solamente culpable de divertir y entretener a la gente y, al menos momentáneamente, hacerla olvidar los problemas que la acucian e impiden, durante gran parte de su vida, ser ella misma.

Pero esta definición desinteresada, y ustedes dirán que infundadamente catastrofista, seguramente sea insuficiente para detener el fin a medio plazo de un gremio barrido por simples discotecas inanimadas, aunque ciertamente sean más rentables. Y vamos a terminar asistiendo al declive de una profesión que está siendo bruscamente apartada por los gustos exóticos y acomodaticios de una juventud que, creyendo descubrir un nuevo mundo, no hacen otra cosa que caer en los mismos errores que, durante mucho tiempo, han lastrado a sus padres.

En el momento en que tocábamos dicha tecla, tengo que decirlo, la conversación devino en nostalgia, tristeza, algo de melancolía. Y todos coincidimos, algo filosóficamente, en que parece que el mundo tiene asimilado un imperativo apodíctico cuya idea fundamental es que hay que evolucionar, caminar, avanzar hacia un destino incierto, y que se presume mucho mejor por el mero hecho de ser distinto, o simplemente calificado de moderno.

Para paladear: “Cuando considero la vida, todo es engaño;/ engatusados por la esperanza, los hombres favorecen el apaño./ Confiemos, adelante, y pensemos que el mañana saldrá a cuenta;/ es el mañana más falso que la previa jornada incruenta;/ empeora la cosa, y aunque diga que hemos de ser bendecidos/ con nuevas alegrías, nos arrebata lo que hayamos poseído./ ¡Extraño linaje! Nadie volvería a vivir los años pasados,/ aunque todos esperan placer en los todavía no restados, y de las heces de la vida piensan recibir/ lo que el primer brío no les pudo infundir”. John Dryden, Vida de Samuel Johnson, de James Boswell.