Aflicción
Algo triste, melancólico flota en el ambiente de los hospitales. Al entrar en ellos, sobre todo cuando se hace por urgencias, se contemplan decenas de historias con un final, por lo que se ve, muy poco deseable. Los operarios de las ambulancias charlan amistosamente con las enfermeras que, antes de llegar el cambio de guardia, han bajado un momento a tomar un poco el aire. Pareciendo que las tragedias, desgracias que se palpan en su entorno diario no fueran con ellos o, tal vez, que la fuerza de la costumbre, de alguna manera, haya conseguido inmunizarlos. En las ventanillas de recepción, próximas a la entrada, se adivinan largas colas cuyo obvio principio hace improbable averiguar donde acaban. Por todas partes hay gente impaciente y nerviosa que sólo quiere que la atiendan rápido, sin importarles casos más graves, ni mucho menos la relatividad de su impertinente incontinencia. Médicos y demás asistentes corren por los largos pasillos, si bien, con la suficiente delicadeza como para no comunicarse a voces. En un recodo veo a un hombre abandonado en una silla de ruedas, con cara de él no lo haría. Y no muy lejos del mismo, al lado de un gran cartel que señala la cafetería, observo una camilla, con sus ruedas, sus sabanas y, por supuesto, su poco flamante ocupante. Para muchos serán escenas cotidianas, no digo que no, pero al ocasional visitante no dejan de sorprenderle, y le imponen ciertamente un silente respeto.
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