Jam Session

Política, literatura, sociedad, música

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Lugar: León, Spain

En plena incertidumbre general, y de la particular mejor no hablamos, tratando de no perder la sonrisa...

26 abril 2015

23 de Abril



Ya ha pasado la semana del día del libro. Que placer inefable proporciona la lectura, no me digan. Equiparable a muy pocas cosas en la vida. Y, a pesar de todo lo vertido a los medios por la gente que noblemente conforma dicho gremio en estos días en que los libros han estado tan presentes, que placer más barato. Si una persona cualquiera fuese preguntada por sus vicios, y en un alarde de ingenuidad respondiese que su único vicio es la cultura, como con cierta petulancia sería mi caso, por cierto, habría que referir en la respuesta que, además de la notable aportación nutritiva para su espíritu, dicha persona estaría cuidando, mimando e incluso salvaguardando la integridad de sus probablemente precarios bolsillos. Si entendemos la cultura, aunque hoy día abarcaría seguramente más campos, como lo relativo a la música, al cine, a la literatura o, en líneas generales, al arte, cabría asegurar que no hay nada más barato. Salvo quizá la contemplación de ese espectáculo al que denominamos naturaleza a través de esos mediocres e imperfectos intermediarios que son nuestros sentidos, claro. Desde un punto de vista estrictamente proporcional o matemático, pues, nada nos proporciona tanto por tan poco. Leer engorda, que duda cabe, nuestro vocabulario. Lo hace más rico en adjetivos, aliño imprescindible de nuestra salsa comunicativa. Mejora la forma de transmitir aquello que tantas veces alberga nuestra cabecita de un modo caótico, incoherente, asaz desordenado. Nos hace más conscientes de cuanto nos rodea, y si la fortuna acompaña, incluso de quienes nos rodean. Añadiendo un punto de coquetería, es posible que hasta nos haga más interesantes. Y que al escucharnos relatar cualquier anécdota, por vacua, estéril u obvia que sea, se consiga despertar el interés del modesto auditorio que en su momento nos haga compañía.  Leer nos vuelve personas más educadas. Alguien educado no es un señor que ostente la condición de catedrático, que increíblemente no domine su campo de saber, que sea arisco, soberbio, y carezca de toda gracia en cuerpo y alma, y que en un intento por marcar distancia cultural con sus alumnos de primer año les pregunte solemnemente si les importaría que se quitase la chaqueta. No. Lo que acabo de describir no es un señor culto, educado, respetuoso y respetable. Lo que acabo de describir se ciñe más a la brillante definición que Unamuno nos dejó del pedante, esto es, a un tonto estropeado por el conocimiento. Y en el caso concreto al que me he referido, dado que por pudor y elegancia he omitido al protagonista, un tonto sin remedio. Leer nos aporta y hace que aportemos. Provoca que seamos personas más comprometidas con la sociedad a la que pertenecemos, personas más interesadas en su evolución y en la resolución de los problemas que la aquejan. Que ojeemos y hojeemos periódicos. Que nos sorprenda la caradura de nuestros políticos. Que sonriamos ante la caída de los ídolos, aquellos que, a decir de Flaubert, conviene no tocarlos, pues siempre hay algo de su dorado polvo que se queda en nuestros dedos. Leer, en fin, nos convierte en seres adultos, en su sentido más completo y abstruso. En el de ciudadano plenamente integrado en la sociedad que le ha visto crecer y formarse. Leer, y todo lo que ello conlleva,  es un privilegio al alcance de todos, desdeñado por muchos, y anhelado por muy pocos. La necia sociedad que confunde valor y precio, no rinde cortés pleitesía salvo a lo aparente, encumbrando lo superfluo y vilipendiando lo absolutamente necesario. Hay que leer, aunque solo sea por cambiar esta verdad inalterada por el tiempo e imperturbable a las circunstancias.

19 abril 2015

Inconcluso e inconcuso

Ir (muy) por delante. ¿Insoslayable jactancia egocéntrica o hervidero de prejuicios? Ser, o creerse, listo, posteriormente inteligente, y llegar a la conclusión de que por ello se adquiere una especie de hábito lógico infalible, inherente a uno mismo, y con un fulgor incomparable al de otros, es todo uno. La experiencia, el estudio, y la vida, no en el elevado sentido poético, sino en el abstracto, tedioso, prosaico vivir del día a día, nos hace llegar a conclusiones. Ni que decir tiene que nuestras conclusiones son siempre mejores, y mucho más brillantes, que las conclusiones a las que otros llegan. Presumimos de conocer a los demás, y damos por hecho que nos conocemos a nosotros mismos. Nunca nos preguntamos cómo reaccionaríamos ante determinadas situaciones extremas a las que la vida nos puede encaminar. Creemos que somos libres, divino pensamiento hijo de la soberbia. Que todo lo tenemos atado. Que podemos elegir. Que nuestra vida la vamos forjando nosotros con nuestro talento, nuestras decisiones, y nuestro buen hacer. Que nada se nos escapa. Que al tener todo una explicación, y nosotros poder hallarla, no podemos ser meros títeres de una gran obra llamada destino, siempre sujeta a las innumerables vicisitudes de lo que humildemente denominamos azar.  Pero ahí no nos detenemos, claro. La lógica nos lleva a querer entender no sólo la vida, y su letra pequeña, sino también a las personas que de un modo directo o indirecto comparten con nosotros camino. Y leemos, algunos, para entender más y mejor. El lenguaje no verbal. Los gestos faciales. Los rasgos de la escritura. La entonación adquirida al pronunciar determinadas palabras, en un momento concreto, a un individuo. Y esa irritante, pero inevitable, lista de caracteres que mentalmente todos llevamos dentro, ubicando a la gente que vamos conociendo en el grupo de las buenas personas o en el de las malas, en el de los estúpidos o en el de los engreídos, e incluso a algunos pocos privilegiados  les tocará formar parte del de los humildes, serviles, obsecuentes, abnegados u obedientes seres humanos. Siendo el mejor bando el de nuestros partidarios o aquellos que comparten con nosotros un mayor número de afinidades, y el peor el de aquellos que se sitúan en nuestras antípodas, dado que ven el mundo con otros ojos, y en él se conducen de otra manera. Medio mundo crítica al otro medio mundo por estas sencillas ideas. Tener razón es considerado algo fundamental. Que el precio que tengamos que pagar por ello sea una difícil o imposible convivencia o incluso una ruptura, poco nos importa. Somos esclavos, y no sabemos hasta qué punto, de nuestro ego, nuestros prejuicios, y a veces también de nuestra educación, la cual, en vez de ayudarnos a apaciguar nuestros desasosegados ánimos, nos sirve demasiadas veces de acicate para extremar nuestras más que discutibles posiciones.

01 enero 2015

¿Año Nuevo?



Paseo de año nuevo a la vera del río. Gélida mañana tras una helada no por asidua en la tierra y en la fecha en que nos encontramos menos contundente. Como está de moda tener perrito, e incluso pasearlo, no fui el único que madrugó para sentir ese frío cortante que trae el eco de las nevadas relativamente copiosas de las montañas cercanas. Una de las cosas buenas que trae consigo el invierno, es la deliciosa contemplación de señoritas con gorrito de lana, bufanda de lana y guantecitos de lana, todo ello a juego, variando, además, según el día de la semana, el estado de ánimo, o incluso la suerte que les está trayendo la vida, la tonalidad de los complementos que convierten a una muchacha cualquiera en un proyecto de monada. La apoteosis del cuadro, por supuesto, llega cuando estas delicadas damas trasladan sus perversiones estilísticas a sus mascotas. No siendo extraño, sino más bien bastante frecuente, hallar perritos con un pequeño jersey, y aderezados con unas pajaritas con forma de campana que no sé si hacen las veces de cencerro o de sonajero, y que, parece ser, hacen las delicias de los distintos transeúntes que, sumidos en una profunda perplejidad, reparan en lo bien que está o marcha el mundo. Cosa y caso distinto es el de los deportistas. Se ven bastantes culones, y como soy un muchacho políticamente correcto he de incluir la correspondiente paridad de género, y bastantes culonas, bajar los excesos de los condumios de estos días. Es muy normal que las personas tengan muy presente durante las celebraciones las virtudes del buen cristiano, es decir, que todo el mundo se dé a una desenfrenada concupiscencia. Gente pía, devota, meapilas por los cuatro costados, que piensan con profundidad filosófica con qué modelito sorprender a la parroquia en la misa del día siguiente, se dan auténticos atracones que no son capaces de bajar en todo el año. Comer hasta la indigestión, beber hasta que los sentidos dejan de tener su natural utilidad, o gastar por el puro placer de gastar es algo tan humano que no hay creencia religiosa o política que tenga la fuerza y fortuna suficientes como para volvernos a todos un poquito más animales. Sin embargo, ahí tienen a barbudos izquierdistas, pijos derechistas y la pléyade de santurrones creyentes entonando de boquilla aquello de abracen lo mío. Nada. Que después del paseo, lo mejor, es entrar en una churrería. Allí no encontrarán simpáticos perritos, ni guapas muchachas. Un uno de Enero cualquiera, lo que se van a encontrar  sin duda son residuos, los despojos humanos de la última noche del año. Y, por supuesto, estadistas. En los desechos no entro. No merece comentario sucumbir a Baco. Pero un estadista de barrio…eso ya es otro asunto. Me pregunto cómo nuestro Mariano, o nuestra vivaracha Sorayita, en vez de contratar a elegantes y pomposos asesores, con su morbosa propensión a cobrar por alumbrar obviedades, no se dan un paseo por las cafeterías de cualquier ciudad. Allí encontrarán a psicólogos, juristas, médicos, profesores, economistas e incluso a ingenieros varios. Aunque, en honor a la verdad, creo que todos ellos entrarían en la categoría genérica de artistas. Pues que otra cosa es una persona que no va, sino que vuelve, que no aprende, sino que sólo enseña, que no necesita hacer acopio de datos a través del estudio y de sesudas lecturas, dado que su particular naturaleza le ha dotado de un conocimiento arcano y mayúsculo, y de una nada exigua modestia, que hace que restriegue lo que para una mente poco entrenada sería su soberbia ignorancia, y que para una persona con amplitud de miras y despojada de prejuicios es, inobjetablemente, venerable sapiencia. En fin. Que el año nuevo comienza como termina el viejo. Que tendemos a prometer no sólo aquello que no podemos cumplir, sino sobre todo aquello que no podemos cumplir. Que no vamos a ser mejores, y que probablemente tampoco lo intentemos, porque total para qué. Y que seguiremos echando pestes de políticos, de periodistas no afines, de lo mal que va el mundo y hasta de la vecina del quinto, porque últimamente tiene una tontería consigo que no sé como la aguanta el marido.

Feliz año, por cierto.

12 diciembre 2014

Un decir



Es lugar común afirmar que se trabaja para vivir. Y que debe ser mala cosa vivir para trabajar. Lo suscribo. Trabajar es sentirse útil: a la sociedad, a la familia, a los amigos, al entorno inmediato que comparte con uno la oficina o el agradable o desagradable centro de trabajo en el que se tenga la dicha, mayúscula en los tiempos que corren, de desempeñar la labor a diario. Pero, sobre todo, es sentirse útil a uno mismo. Es desolador, terriblemente desolador, no tener trabajo, ni posibilidades de encontrarlo. La gente que con pereza y malas caras se levanta cada mañana al rugir el despertador, debería tener muy presente lo afortunados que son. Deberían agradecer cada día que tienen que madrugar, aguantar al compañero pelmazo, y callar ante los desajustes hormonales o neuronales del jefe o la jefa de turno. Deberían sentirse dichosos, afortunados, plenamente felices. Sin paliativos. Sin adjetivos que maticen la tonalidad del discurso. Pues fuera, permítaseme la recurrente metáfora, hace mucho frío. Sin duda. Da pena, y pavor, ver a la gente desesperanzada. Observar semblantes de sufrimiento en personas que no pueden aportar recursos económicos al nido familiar, que no pueden seguir manteniendo no ya el nivel de vida del que venían disfrutando, sino, ni tan siquiera, sostenerse con una dignidad que aun relativa les permitiese mirar de frente al resto de convecinos como a iguales. ¿Igualdad? Ya es sólo un término filosófico. Hay que reseñar que la ley, siempre tan pomposa, se llena, cuando no se hincha, con palabras de grandes significados que, debido a la imposibilidad de llevarlas a la práctica, terminan formando parte de frases huecas, pasando a ser, pues, papel mojado, un brindis al sol, o cualquier otro sintagma más o menos literario que se les ocurra y tenga un significado próximo y pertinente. ¿De qué sirven la igualdad, la justicia o la solidaridad? Carentes de contenido efectivo, es evidente que no son más que palabras. Y palabras terribles. Porque lo que las ha hecho grandes, dignas de mención en las bocas más nobles y de presencia en los textos más egregios, ha sido que más allá de su significado tenían, a efectos prácticos, un contenido concreto, por todos más o menos conocido, y que, además, podían reclamarse ante diversas instancias. Pero ahora, ¿qué es lo que ocurre? ¿Asistimos a la muerte de los derechos en el manido Estado de Derecho? ¿A la obscena indefensión del ciudadano, solo tenido en cuenta a efectos tributarios o electorales? ¿Qué hay por encima de las personas? ¿Los Partidos Políticos?¿El país en el que hemos nacido?¿Las ideas o principios siempre sublimes por los que a lo largo de los siglos se ha asesinado, torturado, impuesto o, en fin, cometido las vilezas más abyectas de la Historia? Un sistema ha de servir al ciudadano. Exclusivamente. Someterse a sus necesidades más apremiantes. Un sistema, ha de ser el instrumento por el que el hombre civilizado y racional alcance la cúspide de su desarrollo económico, social, cultural, emocional, simplemente humano. De nada sirven siglos de Historia, de luchas y guerras, de copiosa sangre derramada por la consecución de una vida mejor, más humana y cabal, si al primer traspié se da la espalda a quien ha hecho todo esto posible. Y el sistema, nuestro sistema, tal y como lo conocemos,  no lo ha hecho posible una política económica determinada, intervencionista o liberal. Gran soberbia la de los economistas, siempre dispuestos a explicar el mundo desde sus propios ombligos, como si no existiese vida más allá de ellos, como si todo lo controlasen, como si su óptica o punto de vista fuese un dogma irrefutable, como si nada cayese fuera de su radio de acción, como si nada en la vida de las personas se escapase a su diabólico influjo. Que equivocados están. No todo en la vida tiene una explicación científica o académica. Esta, claro, ha surgido porque a los ojos de la Historia tienen que justificar su existencia, y nada mejor para eso que atribuirse una importancia en el devenir de los acontecimientos que, siendo mínimamente realistas, no es tal. El sistema lo ha hecho posible el hombre, el ciudadano, sí, el contribuyente, pero sobre todo, lo han hecho posible las personas. Con independencia de su raza, sexo, religión. Sin importar su belleza, su calidad humana, su inteligencia, o incluso el tamaño de su cuente corriente. Somos piezas de una maquinaria antigua y sofisticada, pero piezas fundamentales, sin cuya presencia probablemente su funcionamiento sería inviable. Señores políticos, banqueros, poderosos empresarios, ¿librepensadores?, insignes académicos y profesionales cualificados todos. No den la espalda a sus iguales. Las personas no somos solo palabras.

27 junio 2014

Píldoras



El adiós de Rubalcaba. Lo considero un político de altura, un político de raza y, probablemente, un político de los que cada vez quedan menos. No es fácil encontrar en el actual panorama a alguien tan bien formado. Con una visión razonable y sensata de lo que es, ha sido, y debe seguir siendo el país en el que vivimos. De talante conciliador y sereno. De mirada astuta y sagaz. Y con aspecto de saber más de lo que habla y hablar menos de lo que sabe, que es exactamente lo contrario a lo que hace un porcentaje incuantificable, pero en todo caso elevadísimo, de todo de país. Se le asocia con cuestiones turbias del pasado y con algunas del presente, pero más allá de la literatura detectivesca, conspiranoica y amarillenta que da forma y sustento a algún rotativo de enjundia, creo que su formación lo va a echar mucho de menos. Y no digamos los demás. Sobre todo ante la evidente avalancha de zapateritos ágrafos, ignaros y espabilados locuaces sabelotodo que se nos viene encima. Hay muchas personas con ese rotundo aspecto de venir ya de vuelta sin ni siquiera haberse ido. La lógica más básica y elemental no les llega para concluir que se han saltado un importante paso. 



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La selección española de fútbol. No se hace leña del árbol caído, y el manido “no pudo ser”, tan futbolístico como sentimental, podrían resumir el análisis mínimamente ponderado de todo profesional. Pero como yo no soy profesional, Dios me libre, ahí va el mío. La revolución, de haberla, ha de empezar por el banquillo: fuera la aristocracia (y que cada cual lo entienda como guste). La edad y el bloque es una cuestión fundamental. Tanto que, en su día, sirvieron para dejar fuera a uno de los mejores futbolistas de todos los tiempos. Si hay que dejar paso a una nueva generación de futbolistas, quizá no sea descabellado pensar que sean incompatibles con el viejo cuerpo técnico. Vicente del Bosque se ha retratado más por alguno de sus hechos, que por todas sus melifluas palabras, siempre tan bien acogidas por la babeante, selectiva y prejuiciosa prensa deportiva de nuestro país.  Su gesto con Villa, inmediatamente justificado (faltaría). Y esta frase maravillosa, profunda y nada sutil que lo retrata tal y como lo trajo su madre al mundo: yo pienso en todosy los jugadores sólo en ellos. Ah, con el ego del marqués hemos topado. La guinda, no obstante, es jurídica: contra facta argumenta non valent.



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Hace justo un año. Con un mensaje de móvil fruto de la impaciencia y la irreflexión, de la desesperada espera y la continua postergación, de un frustrado anhelo de proximidad física imposible de soslayar, tal vez de la terrible situación económico-laboral que rodea, influencia y a veces incluso asfixia a quienes la padecen o padecemos, y quizá hasta de pequeños y probablemente absurdos problemas no hablados que fueron creciendo imperceptiblemente como una bola de nieve, o como esa gota de agua que paulatinamente va llenando un vaso que se colma y desborda en el momento menos esperado, de un modo, pues, abrupto y descarnado, sin consideraciones a algún buen momento del pasado, ni alusiones a una mínima cordialidad que, además de civilizada, sostiene pacífica y educadamente la convivencia entre las personas, una bonita, y para mí estimulante, relación de amistad, llegó a su anticipado final. No hay, o al menos no conozco, máxima poética ni filosófica alguna que describa siquiera aproximadamente mi profunda tristeza.

22 junio 2014

Cereza rojas



Llegada la época de recolectar cerezas, calderito en una mano y escalera en la otra, todo el pueblo se pone muy ufano, con mucha pompa, a mostrar su excelente cosecha. Apenas han tenido que regar y quizá echar un poco de sulfato, es decir, no les ha dado trabajo, y no pueden agradecer a su inefable pericia como campesinos, agricultores o jardineros, y ni siquiera a la realización de otros muy diversos malabarismos técnicos de la cosa rural, el éxito de sus frutales; pero encuentro que encuentran muy agradable exhibir sus bienes de una u otra manera. Conjugan el verbo tener de adelante a atrás y viceversa. Y creo que no se cansarían en toda una vida de cantar las alabanzas de algo que les viene dado, y en lo que tan poco han influido. Hace algunos años pensaba que era un mal endémico. O sea, una característica más que peculiar de la gente de mi zona. Pero uno crece, qué remedio. Y la mirada, aun en contra de los principios con los que se llega bien mullidito a la cuna, se hace experta. Volviéndose unas veces más prejuiciosa, y otras, por el contrario, más desprejuiciada. Al final, hay que dar justo valor a aquella sentencia atribuida a Lord Byron: cuanto más conozco a la gente, más quiero a mi perro. Y he de confesarlo, claro: yo no tengo perro.

18 junio 2014

Colección féminas leonesas



La mujer con cuerpo de muchachita. La veo casi todos los días al comenzar el paseo. Tiene la piel de un dorado tostado, o de un bruñido ceniciento, poco normal en latitudes carentes de playa en las que suelen abundar morenos de andamio, y cuerpos de tapa, de pincho, y de chato. Se admira en ella un cuerpecito menudo, delgado y frágil como el de un pajarillo. Durante los meses de invierno lo disimula entre ropones holgados, deportivos, a la vista de los cuales ni una imaginación fecunda y profundamente admirativa  podría adivinar lo que alberga debajo. Sus piernecitas son de una delgadez estremecedora. El otro día llevaba unos pantalones cortos a los que les quedaba demasiado tramo para llegar algún día a ceñir sus proyectos de muslo. No obstante, que sus pilares fuesen endebles, no significa que no fuesen rectos, bien definidos, y con un principio de musculatura que quizá en otro tiempo perteneciesen a una atleta, a una gimnasta, u a otra especialista en algún deporte en que la genética no fuera demasiado exigente. Sus muñecas apenas sostienen las pulseras que las adornan, y sus brazos abultan lo mismo que sus piernas, aunque proporcionalmente mucho menos. Carece, en fin, de toda forma femenina. Y, sin embargo, esa mujer es atractiva. Hay algo en ella, tal vez, como dicen los poetas, en el aura que desprende, que cautiva. Su andar indiferente, su mirada acechante, su estilo imperturbable. Lo desconozco, porque no sé muy bien qué es lo que define a la persona. Qué nos hace tan diferentes, y a la vez qué nos hace  tan iguales. Cuál es nuestra esencia, aquello que nos define y nos marca en la vida. Por qué a unas personas les despertamos cariño, afecto, cercanía, y a otras, en cambio, odio, rechazo, una profunda animadversión. Quizá la vida consista precisamente en averiguarlo. O tal vez tan solo en vivir desconociéndolo.