23 de Abril
Ya ha pasado la semana del día
del libro. Que placer inefable proporciona la lectura, no me digan. Equiparable
a muy pocas cosas en la vida. Y, a pesar de todo lo vertido a los medios por la
gente que noblemente conforma dicho gremio en estos días en que los libros han
estado tan presentes, que placer más barato. Si una persona cualquiera fuese
preguntada por sus vicios, y en un alarde de ingenuidad respondiese que su
único vicio es la cultura, como con cierta petulancia sería mi caso, por
cierto, habría que referir en la respuesta que, además de la notable aportación
nutritiva para su espíritu, dicha persona estaría cuidando, mimando e incluso salvaguardando
la integridad de sus probablemente precarios bolsillos. Si entendemos la
cultura, aunque hoy día abarcaría seguramente más campos, como lo relativo a la
música, al cine, a la literatura o, en líneas generales, al arte, cabría
asegurar que no hay nada más barato. Salvo quizá la contemplación de ese
espectáculo al que denominamos naturaleza a través de esos mediocres e
imperfectos intermediarios que son nuestros sentidos, claro. Desde un punto de
vista estrictamente proporcional o matemático, pues, nada nos proporciona tanto
por tan poco. Leer engorda, que duda cabe, nuestro vocabulario. Lo hace más
rico en adjetivos, aliño imprescindible de nuestra salsa comunicativa. Mejora
la forma de transmitir aquello que tantas veces alberga nuestra cabecita de un
modo caótico, incoherente, asaz desordenado. Nos hace más conscientes de cuanto
nos rodea, y si la fortuna acompaña, incluso de quienes nos rodean. Añadiendo
un punto de coquetería, es posible que hasta nos haga más interesantes. Y que
al escucharnos relatar cualquier anécdota, por vacua, estéril u obvia que sea,
se consiga despertar el interés del modesto auditorio que en su momento nos
haga compañía. Leer nos vuelve personas
más educadas. Alguien educado no es un señor que ostente la condición de
catedrático, que increíblemente no domine su campo de saber, que sea arisco,
soberbio, y carezca de toda gracia en cuerpo y alma, y que en un intento por
marcar distancia cultural con sus alumnos de primer año les pregunte
solemnemente si les importaría que se quitase la chaqueta. No. Lo que acabo de describir
no es un señor culto, educado, respetuoso y respetable. Lo que acabo de
describir se ciñe más a la brillante definición que Unamuno nos dejó del
pedante, esto es, a un tonto estropeado por el conocimiento. Y en el caso
concreto al que me he referido, dado que por pudor y elegancia he omitido al
protagonista, un tonto sin remedio. Leer nos aporta y hace que aportemos.
Provoca que seamos personas más comprometidas con la sociedad a la que
pertenecemos, personas más interesadas en su evolución y en la resolución de
los problemas que la aquejan. Que ojeemos y hojeemos periódicos. Que nos
sorprenda la caradura de nuestros políticos. Que sonriamos ante la caída de los
ídolos, aquellos que, a decir de Flaubert, conviene no tocarlos, pues siempre
hay algo de su dorado polvo que se queda en nuestros dedos. Leer, en fin, nos convierte
en seres adultos, en su sentido más completo y abstruso. En el de ciudadano
plenamente integrado en la sociedad que le ha visto crecer y formarse. Leer, y
todo lo que ello conlleva, es un
privilegio al alcance de todos, desdeñado por muchos, y anhelado por muy pocos.
La necia sociedad que confunde valor y precio, no rinde cortés pleitesía salvo
a lo aparente, encumbrando lo superfluo y vilipendiando lo absolutamente
necesario. Hay que leer, aunque solo sea por cambiar esta verdad inalterada por
el tiempo e imperturbable a las circunstancias.