Veo, veo
Como estamos en época de bufanda, sopa caliente, y rico calor hogareño, aparece en la tele con un traje liso y gris, así como ceniciento, aunque, eso sí, se intuya recién planchado. Lleva esos zapatos acabados en pico de buena pata tan de moda entre señoritos, aunque la vista no aclare si ha optado por el cordón, la hebilla, o el mero zueco. Desde luego, son manifiestamente negros. Como sus designios. De ademanes tranquilos, reposados, y ciertamente elegantes, cuando de sus labios brotan las primeras palabras uno no sabe qué decir, qué pensar, ni, por supuesto, qué demonios hacer. Transmite todo lo contrario a lo pretendido por sus gestos: tan necesitados de una auditoria de imagen. Y sus manos, demasiado grandes para disimular la impostura, no esconden una planificada, y casi pueril, pedagogía. Mira de frente a la cámara, con valentía y honestidad, con transparencia y rigor, con profesionalidad. Y el paso de los minutos le da un cierto aplomo nada teatral. Se gusta, siente dentro de sí un gran contento, e incluso se regodea: con el evidente riesgo de dejarnos a todos a medias. No obstante, dice lo que tiene que decir: pues esa es siempre la única lección aprendida. Y al final se despide, correcto y educado, agradeciendo la atención prestada de un auditorio bastante indeterminado. ¿El político? Quiá: el hombre del tiempo.