El reloj.
León es una ciudad pequeña. Dicen de sus habitantes que somos como su clima, fríos, tempestuosos cuando la ocasión lo requiere, poco dados a las confianzas…León es una ciudad de bonitos paseos, lustrosos jardines y ambiente sosegado. Sus elegantes monumentos nos muestran implícitamente el carácter latente de la ciudad, la majestuosidad de la Pulchra Leonina, la austeridad de San Isidoro, el encanto de San Marcos. León es una ciudad con ínclitos honores históricos ganados por sus reyes, su situación geográfica y su relevancia en la España cristiana del siglo X cuando era capital del reino.
Una de las peculiaridades de León estriba en el único y común lugar de encuentro que parece ser, tenemos sus ciudadanos. Un servidor siempre lo ha visto ahí, mis hermanas siempre lo han visto ahí, mis amigos, no dudan en localizarlo en el mismo sitio en el que efectivamente lo podemos encontrar, lo que en otro orden de asuntos, da muestra de su impecable sentido de la orientación.
Me estoy refiriendo, cómo no, al reloj de Santo Domingo. En apariencia tiene las mismas cualidades que los miembros de su familia. Una manecilla gruesa y recortada que marca las horas con el sentimiento del bolero, otra manecilla más espigada y vigorosa, que nos fustiga recordándonos los minutos pasados y por pasar y es causante de desgracias de seriedad adolescente y, una última manecilla, peor alimentada que sus hermanas y, por ello, más ligera, que es motivo de admiración ociosa por el intelectual de paso que cada uno de nosotros lleva dentro. Debajo de su esfera, como fuste de embarcación, se alza un sólido poste azabache que lo sujeta.
Sin ánimo de aventurarme en conjeturas sin fundamento, puedo defender que el reloj de Santo Domingo ha sido lugar de encuentro y desencuentro, de referencia al turista despistado y al niño perdido que huye por despecho goloso. El reloj es nuestro faro de Alejandría, principia matrimonios, atracos, desmelenadas orgías, calurosas acogidas, frías despedidas, opíparos tapeos. El reloj siempre ha estado ahí, es como el alcalde, pero aquél, no cambia de nombre. A su escueta sombra se han cobijado personalidades de todo pelaje, a su puntual cita han acudido amoríos de novela prohibida, ha resistido hercúleo los embistes del tiempo, el clima y el regurgitar de inicuas personas ocasionalmente indispuestas.
Pasan generaciones y generaciones y, una tras otra, no dudan en utilizar el mismo lugar para quedar, charlar, pasear, meterse mano…actividad ésta última que alcanza altas cotas morales con la permisividad meliflua de viandantes meapilas que, ruborizándose en extremo, miran la hora en el íntimo momento.
Un servidor, para no ser menos o, no ser distinto, pues también queda a recaudo del innominado monumento de admiración silente, con dos reglas de inalterable consecuencia. Si quedo con un hombre, sea el ejemplar guapo, feo, alto, bajo, cojo, bizco, locuaz o retraído, mendaz o con bonhomía por bandera, lo normal es llegar un cuarto de hora tarde, independientemente del empeño que ponga en la empresa, Freud diría que me traiciona el subconsciente y, que como sé que Evelyn Waugh decía que “la puntualidad es la virtud de los que se aburren”, como no es mi caso, llego tarde. Pero ocurre que cuando quedo con una mujer se da el efecto contrario, de modo que siempre me toca esperar, da igual lo tarde que salga de casa, ellas siempre llegan más tarde, no sé si es su naturaleza, su inalterada imagen en el espejo con la que se encuentran al salir de casa o…no sé, disfrutan, simplemente. Así son. Me voy a despedir por hoy con palabras de Javier Cercas propias y propicias para toda historia de relojes que se precie, “vivir consiste en esperar, aunque la espera sea inútil o aunque no sepamos lo que esperamos”.
Buen fin de semana. Pensaba escribir sobre Francisco Umbral o sobre Puerta, pero mi pluma no está a la altura, desde luego. Se han ido un genio y una promesa, uno con el camino hecho y, otro sin comenzar a pisarlo, mi humilde y sentida despedida para ambos en estas líneas. Au revoir.
Una de las peculiaridades de León estriba en el único y común lugar de encuentro que parece ser, tenemos sus ciudadanos. Un servidor siempre lo ha visto ahí, mis hermanas siempre lo han visto ahí, mis amigos, no dudan en localizarlo en el mismo sitio en el que efectivamente lo podemos encontrar, lo que en otro orden de asuntos, da muestra de su impecable sentido de la orientación.
Me estoy refiriendo, cómo no, al reloj de Santo Domingo. En apariencia tiene las mismas cualidades que los miembros de su familia. Una manecilla gruesa y recortada que marca las horas con el sentimiento del bolero, otra manecilla más espigada y vigorosa, que nos fustiga recordándonos los minutos pasados y por pasar y es causante de desgracias de seriedad adolescente y, una última manecilla, peor alimentada que sus hermanas y, por ello, más ligera, que es motivo de admiración ociosa por el intelectual de paso que cada uno de nosotros lleva dentro. Debajo de su esfera, como fuste de embarcación, se alza un sólido poste azabache que lo sujeta.
Sin ánimo de aventurarme en conjeturas sin fundamento, puedo defender que el reloj de Santo Domingo ha sido lugar de encuentro y desencuentro, de referencia al turista despistado y al niño perdido que huye por despecho goloso. El reloj es nuestro faro de Alejandría, principia matrimonios, atracos, desmelenadas orgías, calurosas acogidas, frías despedidas, opíparos tapeos. El reloj siempre ha estado ahí, es como el alcalde, pero aquél, no cambia de nombre. A su escueta sombra se han cobijado personalidades de todo pelaje, a su puntual cita han acudido amoríos de novela prohibida, ha resistido hercúleo los embistes del tiempo, el clima y el regurgitar de inicuas personas ocasionalmente indispuestas.
Pasan generaciones y generaciones y, una tras otra, no dudan en utilizar el mismo lugar para quedar, charlar, pasear, meterse mano…actividad ésta última que alcanza altas cotas morales con la permisividad meliflua de viandantes meapilas que, ruborizándose en extremo, miran la hora en el íntimo momento.
Un servidor, para no ser menos o, no ser distinto, pues también queda a recaudo del innominado monumento de admiración silente, con dos reglas de inalterable consecuencia. Si quedo con un hombre, sea el ejemplar guapo, feo, alto, bajo, cojo, bizco, locuaz o retraído, mendaz o con bonhomía por bandera, lo normal es llegar un cuarto de hora tarde, independientemente del empeño que ponga en la empresa, Freud diría que me traiciona el subconsciente y, que como sé que Evelyn Waugh decía que “la puntualidad es la virtud de los que se aburren”, como no es mi caso, llego tarde. Pero ocurre que cuando quedo con una mujer se da el efecto contrario, de modo que siempre me toca esperar, da igual lo tarde que salga de casa, ellas siempre llegan más tarde, no sé si es su naturaleza, su inalterada imagen en el espejo con la que se encuentran al salir de casa o…no sé, disfrutan, simplemente. Así son. Me voy a despedir por hoy con palabras de Javier Cercas propias y propicias para toda historia de relojes que se precie, “vivir consiste en esperar, aunque la espera sea inútil o aunque no sepamos lo que esperamos”.
Buen fin de semana. Pensaba escribir sobre Francisco Umbral o sobre Puerta, pero mi pluma no está a la altura, desde luego. Se han ido un genio y una promesa, uno con el camino hecho y, otro sin comenzar a pisarlo, mi humilde y sentida despedida para ambos en estas líneas. Au revoir.