To live
Youtube tiene estas sorpresas. Año 1986. Un caballero sostiene un muchachito en sus brazos. De fondo, se ve a un hombre y, a su lado, varias boinas que pueden hacer pensar a una mente espabilada que debajo de ellas haya más hombres. Además, hay posibilidades de que la escena transcurra en un pueblo. Y no en verano, precisamente. Al atento señor que sostiene la criatura se le ve contento. Tal vez, incluso feliz. No en vano, está sujetando a su hijo. Aunque prefiero centrarme en el jovencito. El niño parece que tiene una mirada despierta. Y su semblante es sereno, sosegado, tranquilo. Probablemente, se esté preguntando que hace un chico como él, en un lugar como ése. En cualquier caso, es de buen conforme. O al menos lo parece, claro. No tiene cara de ser malo, porque ningún niño lo es. Pero la verdad es que tampoco parece demasiado travieso. E incluso podríamos afirmar que se trata de un chavalito bastante guapo. Aunque ya sé que eso no tiene importancia teórica en esta sociedad cargada de grandes valores y enormes intenciones. Hace unos días, comentaba en una cafetería algo que había leído en un libro hace mucho tiempo, y que me había llamado profundamente la atención. Según el mamotreto, los antiguos creían que toda criatura ya guardaba gran parte de la persona, del ser humano que sería el día de mañana. Y yo, qué quieren que les diga, también lo creo. No sé, y no sé si lo sabré algún día, si recibimos mayor influencia de la herencia genética, del ambiente en el que vivimos, o de la experiencia que, andando la vida, todos y cada uno de nosotros vamos acumulando. Pero de lo que sí estoy seguro, es que la persona, para hacerse en un sentido, tiene que nacer un poco. Y lo siento por Sartre, y demás existencialistas. Además, creo que esa esencia nos acompañará el resto de nuestra vida. Querámoslo, o no. Y pienso que conformará, cuando ya seamos personas algo más juiciosas, lo que desde el retrovisor de la senectud llamemos nuestra naturaleza. Aquella a la que el sabio Esopo dio forma de escorpión y rana. Y contra esta naturaleza, asimismo, es posible que no podamos luchar nunca. Pues de ella se nutre nuestro carácter, nuestra personalidad, nuestro genuino estilo de vida. Unas veces nos ayudará a tomar decisiones correctas, en esos diabólicos dilemas que con tanta frecuencia se nos presentan. Pero, es evidente, que otras muchas nos obligará a caer, una y otra vez, en los mismos errores. Dicen que la Historia es cíclica. Que todo pasa, pero que también vuelve. Hoy día nos nutrimos, biológica, social y emocionalmente, de nuestro entorno y de nuestros semejantes. Y, para convivir con ello, aceptamos convenciones sociales. De ese modo, durante cierto tiempo, dejamos de ser un poco nosotros mismos. Y adquirimos una faceta determinada. Una faceta que nos permita desenvolvernos con fluidez en esta sociedad tan inmadura. Y que, además, sea aceptada por todos. Hasta el punto de que nos la terminemos creyendo nosotros mismos. Así, el inquieto se calma, el furibundo se relaja, el envidioso hace como que no entiende, y el que codicia hace como que no ve. Y así vivimos, encantados de haber encontrado la máscara que mejor se adapta a nuestras necesidades. Pero, justo entonces, cuando ya nos habíamos acomodado al personaje… nos hacemos personas provectas. Se suele afirmar que el anciano se comporta como un niño. Y es bastante probable que así sea. Pero esto hay que matizarlo. Pues, realmente, sólo volvemos al punto de partida. Y, por tanto, volveremos a ser nosotros mismos. Aquello que, en el fondo, nunca dejamos de ser. Y también aquello que nunca dejamos de sentir. Abandonaremos toda impostura. Porque todo dará ya igual. Habremos caminado por esta vida. Habremos sacado nuestras propias conclusiones. Y, como comúnmente se dice, veremos que al final el camino se ha hecho demasiado corto. Y que seguramente nos hemos equivocado muchas veces de dirección. Y que esa careta, esa fachada, ya no es necesaria. Y que la vida se conjuga, fundamentalmente, en una serie limitada de verbos: nacer, crecer, aprender, querer, sufrir, amar, transmitir y, finalmente, morir. Morir cuando el buen vivir.