Un día de boda.
Dice el refranero castellano, que sabe por viejo y por diablo, que Dios los cría y ellos se juntan. Circunstancia natural que en ocasiones tiene como resultado de esa previa selección biológica que llevamos a cabo, de modo más o menos consciente, y de modo más o menos atinado, una boda. Acontecimiento este al que acudimos el pasado Sábado unos cuantos compañeros de facultad. Se casaban Nazaret y, como hipocorísticamente le llama su mujer, Carlitos. Ella es una de las mejores amigas que he tenido ocasión de conocer en la universidad y en mi vida (corta pero con gran número de conocidas). Y a mí todavía me parece increíble que esta chiquilla risueña con la que tantas, y tan largas, conversaciones mantuve durante la carrera, pasase el fin de semana por este trámite que ineluctablemente marca un antes y un después en la vida de toda persona.
Se casó en la Pulchra Leonina. Esa joya gótica que hace de la ciudad de León, en general pequeña y simplona aunque apañadita, un lugar coqueto e incluso distinguido. Casarse en la catedral, evidentemente, no es lo mismo que casarse en la iglesia del pueblo, con el cura que casó a tu madre, si es que Dios aún no lo ha llamado a su lado, y con un entorno bucólico sin parangón en la urbe. La catedral transforma, más aún si cabe, ese momento especial en algo verdaderamente sobrecogedor, tremendamente bello, digno de admiración. Es realmente por estas circunstancias, y no por el glamour que inexorablemente adquirirá el vídeo del enlace, por lo que la gente acude esperanzada a casarse al templo gótico. Claro que como todo en esta vida tiene su cara y su cruz. No se podía tirar arroz a los novios. Arroz que, según tengo entendido, simbolizaba antiguamente una próspera e ingente fertilidad. En otros territorios de la península, en vez de arroz, se lanzaba a los recién casados garbanzos u otros productos de la tierra, que si bien servidos en caliente hacían las delicias de los paladares más exigentes, arrojados sobre las cabezas y personas de las mismas, podían resultar un punto molestos. Aunque, eso sí, merecía la pena contemplar durante el enlace los fantásticos retablos, las magníficas vidrieras y escuchar el extraordinario sonido del órgano magníficamente interpretado por uno de los organistas de la catedral.
En la ceremonia, un servidor, tenía que leer. Diré, ante todo, que fue un honor ser elegido para dicha circunstancia. Aunque estaba un poco nervioso. Y cuando me traicionan los nervios mis extremidades tienen por costumbre no obedecerme por completo, causándome tropiezos y otros avatares que, por fortuna en esta ocasión, no se dieron. Además el cura tuvo la amabilidad y delicadeza de recordar por el micrófono que el encargado de las peticiones podía subir cuando quisiera, si bien mejor cuanto antes, y así el momento en concreto de leer, que fue una de mis preocupaciones la noche anterior, finalmente no tuvo mayor dificultad. Los novios se mantuvieron serenos en todo momento; y más bien, me inclinaría a decir, daba la impresión de que los que se casaban eran algunos de los invitados.
Al término del procedimiento canónico preceptivo, que el paisanaje conoce con el nombre de misa, comenzó la apoteósica fiebre fotográfica. No sólo por parte de los profesionales de lo suyo que tienen una obligación moral y contractual que les constriñe, sobre todo esta última, a trabajar, sino también por parte de alguno de los invitados, como mi amigo José Vicente, que realizó todo un reportaje fotográfico que ya lo quisieran para sí muchos novios y novias; y padres y padrinos y primos y primas de los mismos.
Tengo que reconocer que no soy nada fotogénico, aun con el empeño que pongo en poner cara de foto. Supongo que será por forzar rasgos naturales de mi cara que no se corresponden con el momento determinado, como una sonrisa, un puchero o un tururú; el caso es que cuanto más esfuerzo le dedico, peor es el resultado obtenido: algo, extraordinariamente parecido a lo que me ocurre con las mujeres.
Se casó en la Pulchra Leonina. Esa joya gótica que hace de la ciudad de León, en general pequeña y simplona aunque apañadita, un lugar coqueto e incluso distinguido. Casarse en la catedral, evidentemente, no es lo mismo que casarse en la iglesia del pueblo, con el cura que casó a tu madre, si es que Dios aún no lo ha llamado a su lado, y con un entorno bucólico sin parangón en la urbe. La catedral transforma, más aún si cabe, ese momento especial en algo verdaderamente sobrecogedor, tremendamente bello, digno de admiración. Es realmente por estas circunstancias, y no por el glamour que inexorablemente adquirirá el vídeo del enlace, por lo que la gente acude esperanzada a casarse al templo gótico. Claro que como todo en esta vida tiene su cara y su cruz. No se podía tirar arroz a los novios. Arroz que, según tengo entendido, simbolizaba antiguamente una próspera e ingente fertilidad. En otros territorios de la península, en vez de arroz, se lanzaba a los recién casados garbanzos u otros productos de la tierra, que si bien servidos en caliente hacían las delicias de los paladares más exigentes, arrojados sobre las cabezas y personas de las mismas, podían resultar un punto molestos. Aunque, eso sí, merecía la pena contemplar durante el enlace los fantásticos retablos, las magníficas vidrieras y escuchar el extraordinario sonido del órgano magníficamente interpretado por uno de los organistas de la catedral.
En la ceremonia, un servidor, tenía que leer. Diré, ante todo, que fue un honor ser elegido para dicha circunstancia. Aunque estaba un poco nervioso. Y cuando me traicionan los nervios mis extremidades tienen por costumbre no obedecerme por completo, causándome tropiezos y otros avatares que, por fortuna en esta ocasión, no se dieron. Además el cura tuvo la amabilidad y delicadeza de recordar por el micrófono que el encargado de las peticiones podía subir cuando quisiera, si bien mejor cuanto antes, y así el momento en concreto de leer, que fue una de mis preocupaciones la noche anterior, finalmente no tuvo mayor dificultad. Los novios se mantuvieron serenos en todo momento; y más bien, me inclinaría a decir, daba la impresión de que los que se casaban eran algunos de los invitados.
Al término del procedimiento canónico preceptivo, que el paisanaje conoce con el nombre de misa, comenzó la apoteósica fiebre fotográfica. No sólo por parte de los profesionales de lo suyo que tienen una obligación moral y contractual que les constriñe, sobre todo esta última, a trabajar, sino también por parte de alguno de los invitados, como mi amigo José Vicente, que realizó todo un reportaje fotográfico que ya lo quisieran para sí muchos novios y novias; y padres y padrinos y primos y primas de los mismos.
Tengo que reconocer que no soy nada fotogénico, aun con el empeño que pongo en poner cara de foto. Supongo que será por forzar rasgos naturales de mi cara que no se corresponden con el momento determinado, como una sonrisa, un puchero o un tururú; el caso es que cuanto más esfuerzo le dedico, peor es el resultado obtenido: algo, extraordinariamente parecido a lo que me ocurre con las mujeres.
Hablando de mujeres: mis queridísimas compañeras estaban guapísimas. Aunque confieso, algo travieso, que no se lo dije a ninguna. Pues nunca me ha gustado comentar lo obvio. Para un hombre asistir a estos eventos no tiene mayor dificultad: traje, corbata y gomina. Pero para una mujer, ¡ay sí!, la cuestión es otro asunto. No quiero ni pararme a pensar, ni por un instante minúsculo, el inmisericorde pateo a que someten a sus pies hasta dar con el traje de sus ojos; pateo al que naturalmente, quedan sometidos los pies de sus respectivas parejas. Pero ahí no acaba el asunto, claro. Cuando el ajuar imprescindible, esto es, vestido, chal, bolso y zapatos queda confinado en el armario hasta el esperado día, el mismo día o la víspera, acuden al peluquero, como si de un santo de la madre iglesia se tratara, a poner sus espléndidas cabelleras a buen recaudo. Y entonces, ya si. Ya no acuden las mujeres que uno ha conocido toda su vida, sino una especie de princesitas escapadas de un cuento de hadas, con la imperiosa necesidad de mostrar sus resaltados encantos por doquier. A mí, personalmente, me causa un gran placer observar el desfile de modelitos de las mujeres durante el banquete. Y ver cómo los hombres, esos seres infinitamente despistados y despreocupados por las secretísimas inquietudes femeninas, en cambio, muestran auténtica premura por llamar al camarero cuando se ha acabado una botella de vino.
En fin, mi tiempo y mi relato se han consumido. En cuanto al banquete y posterior baile, delicioso y divertidísimo respectivamente, nada curioso vinieron a aportar; circunstancia que, indirectamente, me ha ahorrado, por lo menos, un par de párrafos. Así que, como no podía ser de otro modo, mis más sincera enhorabuena a los novios. Y también a los invitados, claro; aunque para nosotros, de momento, no haya perdices.
Pensamientos profundos: “mi madre era alemana y mi padre francés; la primera vez que se vieron ninguno de los dos comprendió lo que decía el otro, así que se casaron” Groucho Marx. Buenas tardes. Y, como siempre, gracias por leerme.