En el pueblo (XVIII)
Una foto. El recuerdo de una historia. Una pareja feliz. No hay dos sin tres. En aquella época era una de las chicas más guapas del instituto. Morena, alta, delgada, enormes ojos verdes, largas pestañas, pelo liso y brillante, y una carita blanca y redondeada que la asemejaba ciertamente a un angelito tierno, risueño y un punto ingenuo. La verdad es que además era lista. Y bastante simpática. Por lo que no creo que hubiese un solo muchacho que no quisiese estar cerca de ella. Al menos, relativamente. Desde luego, yo no era una excepción. Pero siempre he sido bastante realista. O, como dicen ahora, bastante escéptico. Además, entre ella y la mayoría de criaturas que la pretendían, mediaba un abismo insalvable: su círculo social. Este siempre ha tenido muchas caras. Uno puede no pertenecer al mundo al que pertenece la fuente de todos sus anhelos por muchos y diversos motivos. En la infancia, por la cercanía o distancia entre familias; en la juventud, por la cercanía o distancia con la moda imperante; en la madurez, por la cercanía o distancia entre caracteres; y, en la senectud, por la cercanía o distancia con el mando de la tele. Qué les voy a decir: la vida siempre es complicada. En cualquier caso, es verdad, no todas la relaciones entran en esas categorías. A esta chica, por ejemplo, sólo le interesaba la popularidad. Aunque, huelga decir, no lo necesitaba. Todos codiciaban, con distinta fortuna, su sonrisa, su comprensión, o sus amistades. En una ocasión, en una novela histórica, leí una frase que subrayé y memoricé con auténtica delectación: el carácter forja el destino de las personas. Yo era joven, claro. Y me entusiasmaba creer que llevaba el mando, que tomaba todas mis decisiones; en definitiva, ¡que era libre! ¿Se lo pueden creer? Menos mal que uno madura. La frase correcta es justamente al revés: es el destino el que forja el carácter de las personas. Esta muchacha adorable empezó a rodearse de lo más granado del instituto. Cada edad tiene sus propias perversiones. Y convendrán conmigo que frecuentar a Shakespeare en la adolescencia no es precisamente guay. Con lo que esa selecta compañía la formaban pavos, chulitos, lenguaraces, sinvergüenzas de distinto pelaje. Al parecer, uno en particular llamó poderosamente su atención. Uno de esos líderes que la juventud tanto idolatra: un tonto, sin más, ni siquiera merecedor de otros calificativos más profundos. Por supuesto, no tardaron en pasearse de la mano. Pues el amor hay que (de)mostrarlo. Mimos, carantoñas, arrumacos, ¡menudo espectáculo! Pero la experiencia no tarda en impartir enseñanzas. Una de ellas, es que la felicidad ajena casi siempre es codiciada. Decía Quevedo que la envidia está siempre amarilla, porque muerde, pero no come. Aunque hoy ya sabemos que dicho color de tez se debe a la carencia de proteínas. Y tanto amor, por otra parte, no podía durar demasiado. En el grupo de gallardos muchachos, sin duda cosa curiosa, había más gallos. Igual de "biempagados". Y miren por donde, se fijaron en la misma gallina: cosa absolutamente insólita. Una de las razones que, junto al amor, hacen que la vida pueda ser maravillosa, es la amistad. Ni que decir tiene que ambos gallos eran uña y carne. Soberbios, ignorantes, igualmente galanteados. Juntos jugaban, peleaban, apostaban. La vida es una partida, puro azar, un doble o nada. En un bonito atardecer, la gallina decidió calentar otros huevos. Y, por Dios, entiéndanmelo estrictamente como una metáfora. Aunque, literatura aparte, pueden imaginarse la que se armó. Hubo peleas, juramentos, odios eternamente declarados. El amor, tan paseado, pasó a mejor vida. La amistad, en el cine siempre incorruptible, se quebró abruptamente. La convivencia, sencillamente, se tornó hosca, violenta, poco civilizada. Y los dos felices enamorados, cambiaron de manos. Hace un par de días me enseñaron la foto del enlace. Parece que quince años de noviazgo dan lugar, hoy sí, a una pareja bien compuesta, relativamente responsable, y a una más que probable descendencia hermosa, lozana y abundante. Las cosas no son como empiezan, sino como terminan. Les llaman los dados de Dios.