El charlatán
En cambio, vengo observando de hace unos cuantos años para nuestros días, que el español de a pie es absolutamente ajeno a las enseñanzas orientales. Es más. Tengo la sospecha, sólo la sospecha, de que es absolutamente ajeno a cualquier enseñanza. Y así, pues algo hay que enseñar, lo que en realidad muestra es su propia ignorancia, sus propias carencias y sus muchos y exóticos defectos. Uno de ellos, cómo no, es su locuacidad vacua, estéril, fútil; y, en cambio, tan atrayente.
Cuando el adolescente que fui se decantó por estudiar leyes, en mi barrio, pues aquí todos nos conocemos, se creían que en su lista de conocidos iba a ingresar uno de esos charlatanes que con tanto esmero y donaire no dejan una berza en su puesto los sábados en la plaza del mercado. Por el contrario, no sé si con sorpresa del vecindario, éste que les escribe cada vez habla menos. Sobre todo con las mujeres. Y excepcionando, claro está, a la familia, para la que siempre sobran todas las palabras que para los demás faltan. Es más, tengo la firme convicción, de que quitando a mi familia y a mi círculo de amigos más cercano, el resto de conocidos, se ubiquen en el barrio, en el pueblo o en la propia noche, tienen la impresión de que a mi señora lengua se la comió el gato. Por alguna circunstancia muy curiosa ahora mismo tiendo a callar, observar y hablar lo menos posible, recordando, quizá, aquello que me decía mi abuelo relativo a que al estar callado, además de disminuir la ingestión de moscas, se está mucho más guapo.
Sin embargo, la sociedad no entiende los silencios. Peor. Los malinterpreta. Y así, al silencio por la ignorancia o el desconocimiento se le tilda de sabia reserva y silente cogitación. Y a la nada acústica provocada por el pensamiento que han producido unas palabras, una escena o una lectura se la califica de intonsa. Si no habla es porque no sabe, dictamina el pueblo, empapado en muchas y exquisitas lecturas, y avezado descubridor de lumbreras por doquier.
Este “mal español” no es nuevo. Larra ya denunciaba en sus extraordinarios artículos que en España cuanto menos se sabe de un tema más se habla de él. Y que cuanto menos cultivada es una persona más complicado se vuelve hacerle cerrar la boca. En una óptica más actual, el maestro Ignacio Camacho, nos recordaba en uno de sus magníficos artículos que nunca debemos discutir en serio con un tonto, pues siempre hay quien no se apercibe de la diferencia. Pero, y ahora cito a Arcadi Espada, así va España.
El charlatán es el primero en ser invitado a una reunión, la índole de la misma, poco importa. El primero al que se le ríe la gracia, aunque ni pizca tenga. El primero en abandonar el barco cuando la conversación se torna seria, y el terreno se vuelve abrupto para sus muchas chanzas y artificios. Pongamos un ejemplo cualquiera, sin acritud, que diría una amiga mía, además abogada: entre un abogado que parlotea como trina un pajarillo, aun sin sentido, y un letrado callado, pero con un conocimiento más profundo y exacto, aquel lego que asista al juicio se quedará impresionado por la facilidad de palabra mostrada por el más ignorante, y, en cambio, desdeñará el carácter observado de quien ostenta silente su defensa técnica. Es muy probable, empero, que a pesar de la gran cantidad de palabras inanes soltadas por el habilidoso abogado, el juez termine dando la razón, si también se la dan los hechos y las pruebas de los mismos, al abogado que menos hablaba. La respuesta del pueblo, sin duda, será la sorpresa: ¡con lo bien que hablaba el abogado!, el juez es un ignorante. Pero qué gente la española, no me digan, siempre confundiendo la calidad con el peso de lo que se muestra.
Como decíamos ayer: “tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles, cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza” Mariano José de Larra, Artículos de costumbres.